Desde que vivimos en Saldán disfrutamos de este humilde pueblito, estamos muy próximos a la ciudad de Córdoba, tenemos cerca el arroyo y estamos rodeados de montañas.

Nos gusta ver reflejado el pulso comunitario en el trato fraterno con los vecinos.

Frente a la pandemia mundial de alguna manera se nos brindaba la posibilidad de conectar con una pausa, trabajar la tierra y principalmente los niños, la rítmica tarea escolar diaria y entregarnos a jugar.

Hasta que un caso de contagio generalizado de Covid-19 en un geriátrico impuso un riguroso control social sobre los pobladores y con ello mi separación de los niños que justo esa semana estaban con su padre en la ciudad.

De la noche a la mañana el gesto amable, la confianza, mutó en incertidumbre, barbijos, y encierro; el sonido de los pájaros se vió interrumpido por helicópteros y por los parlantes de la autoridad llamando a cumplir un estricto confinamiento.

Aquella posibilidad de contagio que me parecía tan lejana comencé a sentirla en propia piel, en el gesto que dibuja la vulnerabilidad.

Ya no fue posible salir del pueblo, el miedo se agudizó. El aislamiento puso en juego la posibilidad de reencontrarme con mis hijos y sentí todo caer, todo lo que creía seguro.

A partir de allí otro valor tomaron para mí las horas compartidas con ellos unos días previos. Entender lo simple, aquello que forma parte de la cotidianeidad, del encuentro en los vínculos, de abrazarnos, mirarnos, comprendí cuán frágiles habían sido esos momentos de una conexión sensible y lúdica.

Esta cuarentena nos marca el dia a dia. Ya no sé si seremos los mismos mañana, si habrá alguna imagen siquiera que pueda revelarlo.

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